miércoles, agosto 30, 2006

Hacia una poética del espacio habitable

En Revista Lindaraja, nº 5 verano 2006
www.filosofiayliteratura.org/Lindaraja/ricoeur/espaciohabitable.htm


Hacia una poética del espacio habitable
Entre historia, memoria y perdón

Dr. (c) Patricio Mena Malet
Universidad Alberto Hurtado, Chile


La filosofía responde no sólo a un anhelo de verdad sino también a un anhelo de testimonio, es decir, de dar cuenta de lo que nos acosa, a saber, el mundo en el que nos constituimos y que constituimos. Colingwood en su Idea de la historia ya aclaraba que la filosofía era aquella ciencia que estudiaba la relación entre el pensamiento y el mundo. Pues también se debiera tener claro cuán difícil ha sido en la historia de la humanidad no olvidar el hecho de ser en el mundo, no en el sentido heideggeriano, sino en su sentido más básico, tal vez menos complejo, pero igualmente significativo, a saber, el hecho de pensar el mundo reconociendo al sujeto que piensa ya desde el mundo, pero esperando también un mundo posible. He ahí la cuestión que se quisiera plantear a la luz de los análisis de Ricoeur, especialmente los que nos presenta en su libro, La mémorie, l’histoire, l’oublie ¿Cuál es la relación entre memoria e historia-mundo?, ¿cuáles son los deberes que tenemos respecto de nuestra propia historia?, ¿cuál es la relación entre olvido, memoria y perdón? Es tal vez, desde esta problemática del quiebre, de la ruptura histórica, social y personal que puede comprenderse la búsqueda poética del encuentro entre el sí mismo y el otro.

La mémoire, l’histoire, l’oubli está construida desde el diálogo con los otros, otras voces que nos dicen algo sobre la distancia y el encuentro. Así, entonces, escuchamos las voces de Platón, de Aristóteles, San Agustín, Kant, Locke, Husserl, Bergson, Heidegger, pero también de Derrida, Halbwachs, Reinhard Kosseleck, Michel de Certeau, Jacques le Goff, Yerushalmi, Pierre Nora, Max Weber, Schütz, Jankélévitch, Michel Foucault, Louis Marin, etc. Es decir, escuchamos diálogos infinitos, respetuosos de las diferencias y de las convicciones, pero que nos sugieren diversos ámbitos de comprensión, para reactivar poéticamente el pensamiento. Pues bien, también quisiéramos invocar un diálogo ficticio, es decir, un diálogo posible entre Ricoeur, Tournier y Deleuze, por un lado, y entre Ricoeur, Jankélévitch y Déotte, por otro. Primero, se intentará plantear el problema de la relación entre el sí mismo y el mundo para así recepcionar una ontología del actuar y del poder ser. Esta ontología debe tener en cuenta dos elementos importantes: a) el otro como referente de mundo, y b) el mundo como espacio habitable. Segundo, si este ensayo está bien dirigido, será pertinente preguntarse por los modos en que el sí mismo asume su sitio en el mundo, y por lo tanto, por una ontología de la condición histórica del sí mismo. Ahora bien, en este momento habrá que tener en cuenta los siguientes dos conceptos: olvido y perdón. Considerando que ahora la condición histórica del ser humano, pensada a la luz de una hermenéutica que se comprende a la vez como una Patética y como una Poética del sí mismo, y por ende del devenir-sí mismo, no puede pensar este devenir sólo fijando la mirada en el futuro, dejándonos cautivar sólo por el ser-para-la-muerte, sino que también debe concentrarse en el pasado, en la tensión que hay en el Futuro pasado, apropiándonos del título de la famosa obra de Kosseleck. En este sentido, Ricoeur retoma el vocabulario de este filósofo alemán, y habla y piensa sobre “el espacio de experiencia” y “horizonte de expectativa” para tensionarlos en torno a la categoría ontológica del ser-en-deuda y del ser-hasta-la-muerte. Entonces, se tratará de señalar, retomando brevemente el esclarecedor pero sentido decir de Jankélévitch sobre el perdón, cuál es la relación que hay entre éste y el tiempo, por un lado, y el perdón y el deber de recordar, por otro lado.

I UN MUNDO HABITABLE: ¡HACER ESPACIO!

Michel Tournier en su obra de 1967, Viernes o los limbos del Pacífico, otorga una mirada distinta sobre el Robinsón Crusoe de Defoe, mirada que fue retomada por Gilles Deleuze en Lógica del sentido, obra aparecida dos años después de la publicación de la novela nombrada. En ambas obras encontramos, en distintos niveles, uno fabular y el otro filosófico, la presentación del problema del otro y del mundo. Pues es aquí donde podemos comenzar el diálogo con Paul Ricoeur.

Robinsón anota en su log-book: “Siempre el problema de la existencia. Si hace algunos años alguien me hubiera dicho que la ausencia de un otro me llevaría un día a dudar de la existencia, ¡cómo me habría carcajeado!”[1]. He ahí el problema: la ausencia del otro. Y en este mismo sentido, ¿cómo se enfrenta el sí mismo con el mundo cuando el otro está ausente? Para Deleuze la pérdida del otro significa una especie de liberación de “los elementos en el límite de los cuerpo”[2]. Es decir, el otro representa un momento de cristalización, y si se pudiera decir, el espejo de nuestra mirada, espejo invisible que determina ya lo mirable, según una expresión de J-L Marion. De algún modo, Deleuze no puede dejar de pensar al otro en los términos de una estructura que propende a la estructuración de mi mirada. Mi ojo ve los posibles que me presenta el otro para ver. Y en este sentido, los elementos de la Tierra han sido encapsulados en burbujas que fijan nuestra mirada. De algún modo, ésta se cristaliza sobre la cosa, porque ve desde ciertos posibles y no otros. Sin embargo, si bien la mirada sólo puede ser restrictiva, pues el campo de visión es lo finito de su apertura, el ojo ve incluso trascendiendo lo visto, ve desde la cosa, o permite que la cosa vea desde él.

La mirada se detiene porque reposa en lo visto, deja de magullarlo y se vuelve su extensión, su superficie, su figura. La mirada se configura en la cosa vista, pues la adelanta en su devenir sin negar su consistencia. Entonces, la mirada se resbala por la figura de la cosa, en cuanto la cosa se desplaza por su campo de visión como lo efímero hace alarde en el tiempo. Por otro lado, la mirada es siempre cautiva y cautivada, pues cuando ésta reposa sobre la cosa, es por una cierta atracción. La atracción determina un cierre, una clausura, quiebra la visión, pero a la vez la abre a la expectativa de sostenerse por más tiempo en lo visible. De algún modo, ha sido cautivada por los ojos de la cosa que ahora son los ojos que me ven y que me acosan. La determinación, entonces, es el acto de libertad de la cosa, pues ésta deviene cuando otros ojos ven su mirada. El cruce de las miradas, como si fuera el cruce entre dos extraños que se interceptan por un momento fugaz en un espacio que los avecinda en ese golpe de atracción, es en definitiva el descubrimiento de lo otro del sí mismo, pero en sus raíces y no como condición externa. En este sentido, el otro no limita los posibles de mi relación con el mundo, como dice Deleuze, sino que más bien, está avecindado en un mundo compartido, que es tal, porque nuestras miradas ya se han cruzado y desplegado, a la vez que se han dejado ver en las cosas y por las cosas. El sí mismo es como otro, así como el otro es como sí mismo, porque hay una vecindad que promueve los cruces de miradas, las atracciones y repulsiones, y que exige, en definitiva que habitemos ampliando los campos visuales, para vernos más allá de los espejos.

Pero la vecindad que representa el mundo, es más que el espacio de las miradas, es más que el juego entre lo visto y lo evadido, es más que el quiebre que produce la cosa en mí, cuando ésta, invisible, sigue allí, como la noche en el insomnio. Lo que avecinda no es el neutro, no es el hay levinasiano, es la poética que hay en la mirada, de por sí patética. La pasividad de la mirada, cuando es acosada por la cosa, se presenta en la insoportable imposibilidad de dejar de ver, y sin embargo no ver nada, no tener objeto, por ejemplo cuando tenemos insomnio, o si se quiere, por descubrir la mirada cautiva en la noche, en el vacío que nos ve, que nos acosa, que acecha y que absorbe la visión, sin que ésta pueda dejar de ver, y por lo tanto, sin que ésta pueda ver propiamente tal. En definitiva, es la noche que ve por mis ojos. Pero ahí, no hay experiencia productiva de la vecindad con el mundo, aunque si hay experiencia de un modo de pertenecer al mundo, pero un modo pasivo, del cual preferimos huir sin poder hacerlo. Es un entrar al mundo, sin un mundo en el que movernos, o más bien, es la ausencia de la presencia de mundo, es el agobio propio de la mirada. Pero en este caso la mirada no es provocada, es sometida, en estricto rigor no hay un ver, sino un ser visto. Pero provocar el ver, seducir la mirada, a la vez, que ésta se libera en las cosas, eso corresponde a una mirada poética y no patética, aunque por cierto, toda visión está desde sí quebrada, pues su acto reposa en lo finito, en el límite, por lo tanto, en el horizonte.

La mirada se abre sobre el espacio, y cuando esto sucede, el mundo se confiesa habitable. Pero es que el mundo, el mundo visto, ya contiene la intención de las miradas, pues lo humano se extiende como su aroma. Al ver creo un espacio, me lo apropio, lo transformo, a la vez que éste me determina, me acosa, me inmoviliza. De algún modo, el espacio comienza a hacerse cuando la visión lo abre a los posibles habitables, y entonces, el arraigamiento es señal del intento por ser, de afirmarse en el suelo firme en el cual devengo. Pero nada de esto sería comprensible, si no se sintiera lo humano en el espacio que nos avecinda. Como cuando Robinsón llega a Speranza, en verdad no es a ella a quien mira, no es a ella a quien habita, él aún está en el norte, no está en el Archipiélago de Juan Fernández. Todavía siente, todavía ve su hogar. No es capaz de apropiarse su destino en la isla, pues su presente es el reflejo de un futuro próximo: la vuelta al hogar. No es Speranza el lugar para habitar, es sólo un puerto, un lugar de transición. Sin embargo, pasado el tiempo, Speranza se vuelve su piel, y no porque no haya otro, sino porque ésta empieza a oler a humano. Y es en ese mundo, que Robinsón se hace espacio, primero queriendo transformar la isla, dándole el aspecto de isla civilizada, para después recuperar lo visible propio de la isla, una isla fecunda en la cual la naturaleza se hace signo. Pero es Robinsón quien se hace espacio, es él quien configura su propio habitar, mientras se vuelve contemporáneo de lo humano que tiene Speranza. Robinsón comparte un mundo, y no sólo con Viernes, que es un elemento más de la naturaleza, sino con el resto de la naturaleza. Robinsón habita el mundo que él mismo descubre como presente, que él mismo presenta descubriéndose.

Ahora bien, hacerse espacio es configurarlo, y en este sentido, es leerlo en sus posibilidades. El espacio se construye porque se descubre, y se ve porque se inventa. De este modo, hacerse el espacio para habitarlo, es intentar plegar nuestro ser a los proyectos que desplegamos en el mundo. El espacio se lee, al tiempo que también nos habla. Por ejemplo, cuando vemos un edificio antiguo o cuando entramos a un museo, sentimos la presencia de lo antiguo, escuchamos el testimonio del ayer, pues él mismo nos habla a través de la distancia. Nos cautiva su mirada, la mirada de lo viejo, del pasado, pero más nos cautiva la tensión entre la presentación del ayer y la representancia del mismo. El espacio se habita porque lo tensionamos, porque cuando intentamos dirigirnos a él, éste detiene el tiempo, para que lo habitemos. El museo, por ejemplo, reactiva el interés por el pasado, nos hace vivir la distancia, no es que nos la borre, al contrario, la distancia está presente con más fuerza que nunca, pues lo visible del pasado, sus vestigios, sus restos, nos miran desde su sitio presente, comparten el campo de nuestras miradas, pero en ese mismo acto de cohabitación precisamos un instrumento de acercamiento. He ahí la nota explicativa. Y sin embargo, la distancia persiste. La cosa del pasado está ahí, pero hasta que no logremos leerla, hasta que no logremos comprender el sentido de su estancia, su vecindad con mi estar-en-el-mundo, sigue siendo distancia. Sin embargo, y a pesar de que, por ejemplo, no logre apropiarme el pasado de los etruscos, su instalación en el museo es el testimonio que puedo habitar porque lo puedo escuchar. El testimonio habita el mundo, es la inscripción que nos dice que compartimos en la memoria. Entonces, si bien en la distancia, los vestigios nos miran cuando los vemos, y las miradas se cruzan en un espacio que conformamos para habitarlo.

En este sentido, el ser-en-el-mundo es en verdad también, un ser-en-el-texto, pues el mundo no puede dejar de comprenderse como el despliegue de los posibles más propios del hombre, que pueden ser apropiados a través de la lectura apropiadora que hagamos de ellos. El mundo se lee, por tanto, el mundo se comprende. Pero leer el mundo, es buscar explicarlo, para comprenderlo mejor, pero también, para comprenderme como ser que entra al mundo, en cuanto lo reactivo, en cuanto me concierne.

El mundo es ser-texto, pues no se puede comprender solamente como el espacio físico donde habitamos, sino también como el espacio histórico que constituimos y que nos constituye, así como los espacios posibles que pudieran activarse para ser habitables. El espacio habitable que es el mundo, es un espacio indeterminado que no se deja de abrir a nuestra mirada, a nuestro anhelo por interpretarlo, para comprenderlo y comprendernos en él. En este sentido, el espacio habitable tensiona el tiempo, tensiona la experiencia que tenemos del tiempo, así como también tensiona la experiencia que tenemos del espacio construido.

Así entonces, el espacio histórico es un espacio en tensión entre la indeterminación del pasado y la proyección del futuro. En primer lugar, el pasado está siempre a nuestra consideración, lo cual significa que está siempre abierto a que lo abordemos de otro modo, pues si lo hecho hecho está, lo realizado nunca deja de liberar su carga moral, por tanto, no deja nunca de mantenernos en deuda con el pasado. De este modo, los acontecimientos fundadores de la experiencia personal o comunitaria[3] se topan con el esfuerzo por contarlos de otro modo y desde el punto de vista del otro. En segundo lugar, el futuro se distiende en nuestro horizonte de expectativa que nos permite proyectarnos hacia el mañana, y también señalarlo ostensivamente como un posible modo de habitar el mundo.

El espacio histórico es producto de esta tensión que nos revela la experiencia que tenemos del tiempo histórico. Por lo tanto, no puede ser sólo privado, sino también compartido. Y en este sentido, la posibilidad de abrirse espacio en la historia, o si se quiere, en el mundo histórico, es también la posibilidad de abrirse a los otros, en tres sentidos distintos: primero en cuanto somos capaces de hacernos contemporáneos de nuestros antepasados o predecesores (como dice Shütz, los Vorwelt), por medio de la representancia de su pasado, por lo tanto, posando nuestra mirada sobre la apertura de las acciones que ellos promovieron, que ellos prometieron; segundo, reconociendo en nuestro espacio de experiencia al otro, stricto sensu, mi contemporáneo (Mitwelt), pero también distinguiendo entre, por un lado, mis congéneres o asociados (Mitmenschen), es decir, aquellos que viven conmigo, y por otro lado, los meros contemporáneos (Nebenmenschen), los cuales viven a través mío. Por lo tanto, la relación entre contemporáneos y congéneres, es la que pudiéramos establecer entre el se, el uno heideggeriano, y el tú personalizado. En tercer lugar, nos reconocemos en el otro a través de la relación que establecemos con nuestros sucesores (Folgewelt).

Ahora bien, entre los antepasados, los contemporáneos, congéneres, y los sucesores, se abre un espacio de experiencia que nos permite relacionarnos activa y dinámicamente con los diversos mundos habitables, tanto del pasado, como del presente y del futuro, esto si entendemos que todo espacio es espacio construido, y por tanto proyectado. Así entonces, los antepasados dejaron rastros, huellas, obras inconclusas, conceptos por ser determinados, etc. Nuestros contemporáneos también inscriben sus letras en la historia, y por lo tanto adelantan el futuro, por medio del horizonte de expectativas que se distiende así como vuelan las hojas por los aires.

El espacio construido da que pensar, en tanto podemos entenderlo como el espacio de intertextualidad donde se inscriben diversos relatos que despliegan delante de sí mundos posibles que al ser leídos pueden ser re-activados. El espacio construido también soporta relatos, que son las obras arquitectónicas humanas, las que aroman el mundo con lo humano que hay en ellas. Pues bien, en este espacio abierto cohabitan los diversos tiempos, así como habitan los antepasados, los contemporáneos y los sucesores: todos en un mismo espacio, pero con distintas significaciones.


II ENTRE MEMORIA Y OLVIDO: EL PERDÓN

Si el mundo es el espacio construido y el espacio histórico en el cual convivimos, en el cual se cruzan las miradas del pasado, del presente y del futuro, es válido que nos preguntemos cómo se conforma la memoria que nos avecinda en el mundo, que nos manifiesta como seres entrando-en-el-mundo, según la hermosa expresión de Sloterdijk.

Para clarificar el problema de la memoria, se avanzará en dos tiempos: primero tomaremos los análisis que realiza Ricoeur en La mémoire, l’histoire, l’oubli, sobre el avance del concepto de memoria en la historia del pensamiento; y posteriormente confrontaremos su pensamiento con el de Jankélévitch, principalmente, pero también consideraremos en parte a Jean-Lous Déotte, sobre todo en lo concerniente a la cuestión de la memoria y la responsabilidad.

El problema de la memoria lo podemos considerar bajo dos rúbricas distintas: la primera en relación al devenir histórico, tanto personal como colectivo; la segunda en cuanto cura o remedio, lo que significa vincularla con el problema del perdón. El primer enfoque se refiere a la función que cumple la memoria en el pensamiento histórico. El segundo enfoque relaciona a la memoria con el psicoanálisis, pero más bien con la capacidad que tiene el sí mismo para retomarse en el relato que cohesiona su vida.

En primer término debemos decir que Paul Ricoeur distingue entre memoria privada y memoria colectiva, aunque más bien se trata de una memoria compartida. Nos refiere, entonces, a dos tradiciones distintas: una de la mirada interior (Agustín, Locke y Husserl); la otra de la mirada exterior (Halbwash). La primera se refiere a la memoria en cuanto memoria personal, lo cual es señalado a través del sentimiento de mienneté (calidad de mío) que tiene cada uno de su memoria: se trata siempre de mis recuerdos, los que “no pueden ser transferidos de una memoria a otra”[4]. En segundo lugar la memoria testimonia la continuidad temporal de la persona, es decir, la mismidad o identidad-idem. Por último “la memoria contribuye al sentimiento de orientación en el paso del tiempo”, en relación con la experiencia del presente y del futuro.

La segunda tradición es representada por el sociólogo francés Maurice Halbawchs, para quien la memoria es colectiva en cuanto uno “no se recuerda solo, sino siempre con el auxilio de los recuerdos del otro”. Además, los relatos de los otros constituyen nuestros propios recuerdos. Por último, nuestros recuerdos están siempre “encuadrados en los relatos colectivos, ellos mismos reforzados por las conmemoraciones, celebraciones públicas de acontecimientos que dejan huellas, de los cuales ha dependido el curso de la historia de los grupos a los que pertenecemos”. En este sentido, para Halbwachs la memoria individual es un punto de vista de la memoria colectiva.

Sin embargo, ¿qué pasa con la memoria compartida cuando ésta se enfrente a aquello que no puede olvidar? ¿Cómo se relaciona esto con la sentencia de Antígona: “aquello de lo que no se puede hablar, no se puede callar”?, ¿cuál es la relación entre la memoria y el ¡se debe! anónimo que nos llama a no callar lo que no se puede decir? La memoria compartida, como dice Ricoeur, tiene una función, que podríamos decir es una función de cura, pero que para darse tiene ella misma el deber de relatarse y de descubrirse: pero ¿ante quién?, sobre todo si pensamos que aquello que nos conmina a no callar lo indecible es el tremendum horrendum, el horror que “es producido por acontecimientos que no se deben olvidar”[5], según expresión del profesor Eduardo Silva.

Es en este momento que recuperamos el texto de Jankélévitch, L’imprescriptible, para reflexionar sobre lo siguiente. Ante los horrores causados en la segunda guerra mundial ¿qué posibilidad hay de olvido?, ¿qué posibilidad hay de perdón? ¿Cómo enfrentar nuestra humanidad ante lo inhumano?, ¿cómo perdonar a aquellos que no han pedido perdón? El problema que está a la base de esto es cómo recuperar una memoria fracturada por la imposibilidad del olvido, a la vez que sabemos que para perdonar no se puede olvidar, a modo de suturación de esas heridas que se niegan a cicatrizar.

Nos enfrentamos a las cenizas que dejan los acontecimientos que han pretendido borrar toda huella, toda inscripción de lo humano. Por lo tanto, se trata de pensar cómo establecer un diálogo con aquel que no ha querido nunca dirigirse a sus víctimas. Entonces, la cuestión es cómo perdonar si se está en situación de diferendo, donde no hay posibilidad de al menos establecer un canal de comunicación.

Jean-Louis Deotte en Catástrofe y olvido señala, siguiendo a Jankélévitch, que “un crimen contra la humanidad, a diferencia de un crimen de guerra, es un crimen inmemorial”[6]. Significa esto que es un crimen que ha querido borrar toda huella, hacer desaparecer al otro de manera radical, pero que también ha acallado al otro, lo ha dejado sin habla, pues el recuerdo, ya no es recuerdo, sino que persiste como el acontecimiento devastador que fue. Se trata del olvido sin posibilidad de olvidar, se trata de un recuerdo que, según Déotte, “no ha podido ser inscrito, que está enfermo de inscripción”[7]. En este sentido, el recuerdo no ha sido inscrito efectivamente, se mantiene como una nebulosa que atormenta la memoria privada, y que silencia la memoria compartida. La memoria resulta pasiva, y en este caso, sufre los golpes continuos de un pasado que atormenta, y que sigue vivenciando con estupor. La experiencia que tenemos del tiempo se paraliza en un momento puntual, y el espacio histórico que habitamos se embrolla en la pura distancia. Este caso es tal vez el mayor quiebre que pueda tener el testimonio ontológico, pues ¿cómo atestiguarse cuando ya no hay ningún soporte, ningún vestigio en el cual pueda uno reconocerse y recobrarse? La historia, stricto sensu, ha perdido consistencia, pues se ha perdido la voluntad de querer contarla. No hay espacio de inscripción, lo que significa que la memoria privada se pierde en su propia herida.

¿Qué pasa con la historia de estos acontecimientos que sólo dejan cenizas?, ¿cómo reconstituirla? ¿Cómo olvidarla? Así también, cuando el testigo que pudiera reactivar la historia se enfrenta al pasado, ¿cómo pedirle que hable cuando en verdad no sólo se enfrenta al horror de los acontecimientos, sino que también a la voluntad de borrar toda la humanidad del ser humano? Al respecto Jankélévitch dice lo siguiente: “Pero ante todo, son, en el sentido propio de la palabra, crímenes contra la humanidad, es decir, crímenes contra la esencia de lo humano... Alemania no quiso destruir, propiamente hablando, creencias juzgadas erróneas, ni doctrinas consideradas como perniciosas: es el ser mismo del hombre, Esse, que el genocidio racista intentó aniquilar en la carne dolorosa de esos millones de mártires. Los crímenes racistas son un atentado contra el hombre en tanto que hombre... es la existencia misma que se les rechaza (a los judíos)”[8].

Por otra parte, surge el problema de si el testigo calla, porque no ha podido olvidar, pero también porque dicha memoria no ha podida ser inscrita, entonces, cómo hablar en nombre del otro. Sobre todo, si pensamos que el otro no ha podido reconstituir su historia por esa vehemencia significativa de un pasado que en sus cenizas mantiene un ardor que ha borrado todo horizonte de expectativa. Y esto, si consideramos, además, que no hay responsables, en el sentido etimológico, es decir no hay quien responda por, ni quien responda a. Y ante dicha soledad, el olvido se activa en la justicia, incluso cuando la humanidad aún no ha olvidado.

De algún modo, la memoria trabajada, es decir la memoria que tiene cierta dirección y que intenta recuperar la vehemencia del pasado, debe buscar respuestas junto a la ficción, pues ésta, según Ricoeur, le “da ojos al narrador horrorizado. Ojos para ver y para llorar”[9]. Así entonces, memoria y ficción recomponen la fractura que produce el tremendum horrendum.

La memoria debe repetirse en el dolor de recordar lo inolvidable para suturar las heridas que no dejan olvidar. Sólo por medio de la ficción la memoria alcanza fidelidad, veracidad, pues por ella el relato logra reconstruir aquello de lo cual no pudiendo decirse no se debe callar.

Pero si se recuerda lo inolvidable, que en este caso, es por esto mismo, imprescriptible, es de algún modo para responder efectivamente a las víctimas, para responder por ellas. Dar una explicación que se encuentra fuera del ámbito de lo humano, pero ante la cual no podemos declararnos infantes, es decir, sin palabra, in fans. Hay una deuda que conmina a no repetir en el dolor el pasado, pero que a la vez, nos llama a inscribir el pasado para olvidar sus traumatismos. En cuanto compartimos un mundo habitable, no podemos dejar de hacerle espacio al otro, lo que significa que no podemos dejar de responder a su llamado: contar su historia. El problema radica en cómo poder contar la historia de aquel que perdió todo lugar. ¿Acaso la ruina del otro nos conmina a tomar su lugar? El sufrimiento del otro detiene el tiempo, fija la época, pues hace un llamado a la responsabilidad. Y ese llamado sólo se comprende como un espacio que nos reúne a escuchar los relatos, y que tal vez, nos permitan comprender las razones de lo inolvidable. Los relatos nos permiten comprender al otro, pues para comprenderlo debemos apropiarnos el mundo que despliegan delante suyo, y esto significa barrer las distancias entre un mundo borrado por el horror, y mi propia experiencia de este espacio abierto. Pero leer los relatos significa reactivar los mundos posibles, y por lo tanto, compartirlos en el dolor de su recuerdo. En la medida en que esto es posible, sabemos también que la memoria se libera del dolor de no olvidar, pues realiza en parte el duelo inconcluso.

Agreguemos también que el pasado que no se dice ni se calla, demanda no sólo ser reconfigurado, para poder ser olvidado en sus heridas, a la vez que inscrito en la memoria compartida, sino que también exige que el testimonio dé paso a la posibilidad del perdón. Pensando que el perdón siempre es un don, y que por lo tanto, en cuanto regalo, es algo que puede ser negado. El perdón se pide, el perdón se da. Y como dice Ricoeur “entrar en el aire del perdón, es aceptar medirse a la posibilidad siempre abierta de lo imperdonable”[10]. El perdón es generosidad, pero sólo es posible si la responsabilidad por se ha sumido, y por lo tanto, si se responde por y si se responde a. Sin esto, no es posible salir del diferendo que se establece entre victimarios y víctimas. La memoria no puede curar las heridas de la historia, si no se ha sabido reconocer lo inhumano que tiene lo imprescriptible.

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[1] Michel TOURNIER, Viernes o los limbos del Pacífico, Alfaguara, Madrid, 1986, p. 137.

[2] Gilles DELEUZE, Lógica del sentido, Paidós, Barcelona, 1994, p. 311.

[3] Cf. Paul RICOEUR, “Mémoire, oublie, perdon”, en Alain AOUZIAUX, La religion, les maux, les vices, Presse de la Renaissance, París, 1998, p. 195.

[4] Paul RICOEUR, “Entre mémoire et histoire”, en Projet, nº 248, hiver 1996-1997, p. 8.

[5] Eduardo SILVA, Poética del relato y poética teológica, Anales de la Facultad de Teología, Pontificia Universidad Católica de Chile, vol. LI, cuaderno 1, Santiago de Chile, 2000, p. 180.

[6] Jean-Louis DÉOTTE, Catástrofe y olvido, Ed. Cuarto propio, Santiago de Chile, 1998, p. 241.

[7] Ibid.

[8] JANKÉLÉVITCH, L’imprescriptible, Seuil, París, 1986, p. 22.

[9] Citado por Eduardo. SILVA, en op. cit., p. 180.

[10] RICOEUR, “Memoire, oublie, perdon”, art. cit., p. 198.