miércoles, agosto 30, 2006

Hacia una poética del espacio habitable

En Revista Lindaraja, nº 5 verano 2006
www.filosofiayliteratura.org/Lindaraja/ricoeur/espaciohabitable.htm


Hacia una poética del espacio habitable
Entre historia, memoria y perdón

Dr. (c) Patricio Mena Malet
Universidad Alberto Hurtado, Chile


La filosofía responde no sólo a un anhelo de verdad sino también a un anhelo de testimonio, es decir, de dar cuenta de lo que nos acosa, a saber, el mundo en el que nos constituimos y que constituimos. Colingwood en su Idea de la historia ya aclaraba que la filosofía era aquella ciencia que estudiaba la relación entre el pensamiento y el mundo. Pues también se debiera tener claro cuán difícil ha sido en la historia de la humanidad no olvidar el hecho de ser en el mundo, no en el sentido heideggeriano, sino en su sentido más básico, tal vez menos complejo, pero igualmente significativo, a saber, el hecho de pensar el mundo reconociendo al sujeto que piensa ya desde el mundo, pero esperando también un mundo posible. He ahí la cuestión que se quisiera plantear a la luz de los análisis de Ricoeur, especialmente los que nos presenta en su libro, La mémorie, l’histoire, l’oublie ¿Cuál es la relación entre memoria e historia-mundo?, ¿cuáles son los deberes que tenemos respecto de nuestra propia historia?, ¿cuál es la relación entre olvido, memoria y perdón? Es tal vez, desde esta problemática del quiebre, de la ruptura histórica, social y personal que puede comprenderse la búsqueda poética del encuentro entre el sí mismo y el otro.

La mémoire, l’histoire, l’oubli está construida desde el diálogo con los otros, otras voces que nos dicen algo sobre la distancia y el encuentro. Así, entonces, escuchamos las voces de Platón, de Aristóteles, San Agustín, Kant, Locke, Husserl, Bergson, Heidegger, pero también de Derrida, Halbwachs, Reinhard Kosseleck, Michel de Certeau, Jacques le Goff, Yerushalmi, Pierre Nora, Max Weber, Schütz, Jankélévitch, Michel Foucault, Louis Marin, etc. Es decir, escuchamos diálogos infinitos, respetuosos de las diferencias y de las convicciones, pero que nos sugieren diversos ámbitos de comprensión, para reactivar poéticamente el pensamiento. Pues bien, también quisiéramos invocar un diálogo ficticio, es decir, un diálogo posible entre Ricoeur, Tournier y Deleuze, por un lado, y entre Ricoeur, Jankélévitch y Déotte, por otro. Primero, se intentará plantear el problema de la relación entre el sí mismo y el mundo para así recepcionar una ontología del actuar y del poder ser. Esta ontología debe tener en cuenta dos elementos importantes: a) el otro como referente de mundo, y b) el mundo como espacio habitable. Segundo, si este ensayo está bien dirigido, será pertinente preguntarse por los modos en que el sí mismo asume su sitio en el mundo, y por lo tanto, por una ontología de la condición histórica del sí mismo. Ahora bien, en este momento habrá que tener en cuenta los siguientes dos conceptos: olvido y perdón. Considerando que ahora la condición histórica del ser humano, pensada a la luz de una hermenéutica que se comprende a la vez como una Patética y como una Poética del sí mismo, y por ende del devenir-sí mismo, no puede pensar este devenir sólo fijando la mirada en el futuro, dejándonos cautivar sólo por el ser-para-la-muerte, sino que también debe concentrarse en el pasado, en la tensión que hay en el Futuro pasado, apropiándonos del título de la famosa obra de Kosseleck. En este sentido, Ricoeur retoma el vocabulario de este filósofo alemán, y habla y piensa sobre “el espacio de experiencia” y “horizonte de expectativa” para tensionarlos en torno a la categoría ontológica del ser-en-deuda y del ser-hasta-la-muerte. Entonces, se tratará de señalar, retomando brevemente el esclarecedor pero sentido decir de Jankélévitch sobre el perdón, cuál es la relación que hay entre éste y el tiempo, por un lado, y el perdón y el deber de recordar, por otro lado.

I UN MUNDO HABITABLE: ¡HACER ESPACIO!

Michel Tournier en su obra de 1967, Viernes o los limbos del Pacífico, otorga una mirada distinta sobre el Robinsón Crusoe de Defoe, mirada que fue retomada por Gilles Deleuze en Lógica del sentido, obra aparecida dos años después de la publicación de la novela nombrada. En ambas obras encontramos, en distintos niveles, uno fabular y el otro filosófico, la presentación del problema del otro y del mundo. Pues es aquí donde podemos comenzar el diálogo con Paul Ricoeur.

Robinsón anota en su log-book: “Siempre el problema de la existencia. Si hace algunos años alguien me hubiera dicho que la ausencia de un otro me llevaría un día a dudar de la existencia, ¡cómo me habría carcajeado!”[1]. He ahí el problema: la ausencia del otro. Y en este mismo sentido, ¿cómo se enfrenta el sí mismo con el mundo cuando el otro está ausente? Para Deleuze la pérdida del otro significa una especie de liberación de “los elementos en el límite de los cuerpo”[2]. Es decir, el otro representa un momento de cristalización, y si se pudiera decir, el espejo de nuestra mirada, espejo invisible que determina ya lo mirable, según una expresión de J-L Marion. De algún modo, Deleuze no puede dejar de pensar al otro en los términos de una estructura que propende a la estructuración de mi mirada. Mi ojo ve los posibles que me presenta el otro para ver. Y en este sentido, los elementos de la Tierra han sido encapsulados en burbujas que fijan nuestra mirada. De algún modo, ésta se cristaliza sobre la cosa, porque ve desde ciertos posibles y no otros. Sin embargo, si bien la mirada sólo puede ser restrictiva, pues el campo de visión es lo finito de su apertura, el ojo ve incluso trascendiendo lo visto, ve desde la cosa, o permite que la cosa vea desde él.

La mirada se detiene porque reposa en lo visto, deja de magullarlo y se vuelve su extensión, su superficie, su figura. La mirada se configura en la cosa vista, pues la adelanta en su devenir sin negar su consistencia. Entonces, la mirada se resbala por la figura de la cosa, en cuanto la cosa se desplaza por su campo de visión como lo efímero hace alarde en el tiempo. Por otro lado, la mirada es siempre cautiva y cautivada, pues cuando ésta reposa sobre la cosa, es por una cierta atracción. La atracción determina un cierre, una clausura, quiebra la visión, pero a la vez la abre a la expectativa de sostenerse por más tiempo en lo visible. De algún modo, ha sido cautivada por los ojos de la cosa que ahora son los ojos que me ven y que me acosan. La determinación, entonces, es el acto de libertad de la cosa, pues ésta deviene cuando otros ojos ven su mirada. El cruce de las miradas, como si fuera el cruce entre dos extraños que se interceptan por un momento fugaz en un espacio que los avecinda en ese golpe de atracción, es en definitiva el descubrimiento de lo otro del sí mismo, pero en sus raíces y no como condición externa. En este sentido, el otro no limita los posibles de mi relación con el mundo, como dice Deleuze, sino que más bien, está avecindado en un mundo compartido, que es tal, porque nuestras miradas ya se han cruzado y desplegado, a la vez que se han dejado ver en las cosas y por las cosas. El sí mismo es como otro, así como el otro es como sí mismo, porque hay una vecindad que promueve los cruces de miradas, las atracciones y repulsiones, y que exige, en definitiva que habitemos ampliando los campos visuales, para vernos más allá de los espejos.

Pero la vecindad que representa el mundo, es más que el espacio de las miradas, es más que el juego entre lo visto y lo evadido, es más que el quiebre que produce la cosa en mí, cuando ésta, invisible, sigue allí, como la noche en el insomnio. Lo que avecinda no es el neutro, no es el hay levinasiano, es la poética que hay en la mirada, de por sí patética. La pasividad de la mirada, cuando es acosada por la cosa, se presenta en la insoportable imposibilidad de dejar de ver, y sin embargo no ver nada, no tener objeto, por ejemplo cuando tenemos insomnio, o si se quiere, por descubrir la mirada cautiva en la noche, en el vacío que nos ve, que nos acosa, que acecha y que absorbe la visión, sin que ésta pueda dejar de ver, y por lo tanto, sin que ésta pueda ver propiamente tal. En definitiva, es la noche que ve por mis ojos. Pero ahí, no hay experiencia productiva de la vecindad con el mundo, aunque si hay experiencia de un modo de pertenecer al mundo, pero un modo pasivo, del cual preferimos huir sin poder hacerlo. Es un entrar al mundo, sin un mundo en el que movernos, o más bien, es la ausencia de la presencia de mundo, es el agobio propio de la mirada. Pero en este caso la mirada no es provocada, es sometida, en estricto rigor no hay un ver, sino un ser visto. Pero provocar el ver, seducir la mirada, a la vez, que ésta se libera en las cosas, eso corresponde a una mirada poética y no patética, aunque por cierto, toda visión está desde sí quebrada, pues su acto reposa en lo finito, en el límite, por lo tanto, en el horizonte.

La mirada se abre sobre el espacio, y cuando esto sucede, el mundo se confiesa habitable. Pero es que el mundo, el mundo visto, ya contiene la intención de las miradas, pues lo humano se extiende como su aroma. Al ver creo un espacio, me lo apropio, lo transformo, a la vez que éste me determina, me acosa, me inmoviliza. De algún modo, el espacio comienza a hacerse cuando la visión lo abre a los posibles habitables, y entonces, el arraigamiento es señal del intento por ser, de afirmarse en el suelo firme en el cual devengo. Pero nada de esto sería comprensible, si no se sintiera lo humano en el espacio que nos avecinda. Como cuando Robinsón llega a Speranza, en verdad no es a ella a quien mira, no es a ella a quien habita, él aún está en el norte, no está en el Archipiélago de Juan Fernández. Todavía siente, todavía ve su hogar. No es capaz de apropiarse su destino en la isla, pues su presente es el reflejo de un futuro próximo: la vuelta al hogar. No es Speranza el lugar para habitar, es sólo un puerto, un lugar de transición. Sin embargo, pasado el tiempo, Speranza se vuelve su piel, y no porque no haya otro, sino porque ésta empieza a oler a humano. Y es en ese mundo, que Robinsón se hace espacio, primero queriendo transformar la isla, dándole el aspecto de isla civilizada, para después recuperar lo visible propio de la isla, una isla fecunda en la cual la naturaleza se hace signo. Pero es Robinsón quien se hace espacio, es él quien configura su propio habitar, mientras se vuelve contemporáneo de lo humano que tiene Speranza. Robinsón comparte un mundo, y no sólo con Viernes, que es un elemento más de la naturaleza, sino con el resto de la naturaleza. Robinsón habita el mundo que él mismo descubre como presente, que él mismo presenta descubriéndose.

Ahora bien, hacerse espacio es configurarlo, y en este sentido, es leerlo en sus posibilidades. El espacio se construye porque se descubre, y se ve porque se inventa. De este modo, hacerse el espacio para habitarlo, es intentar plegar nuestro ser a los proyectos que desplegamos en el mundo. El espacio se lee, al tiempo que también nos habla. Por ejemplo, cuando vemos un edificio antiguo o cuando entramos a un museo, sentimos la presencia de lo antiguo, escuchamos el testimonio del ayer, pues él mismo nos habla a través de la distancia. Nos cautiva su mirada, la mirada de lo viejo, del pasado, pero más nos cautiva la tensión entre la presentación del ayer y la representancia del mismo. El espacio se habita porque lo tensionamos, porque cuando intentamos dirigirnos a él, éste detiene el tiempo, para que lo habitemos. El museo, por ejemplo, reactiva el interés por el pasado, nos hace vivir la distancia, no es que nos la borre, al contrario, la distancia está presente con más fuerza que nunca, pues lo visible del pasado, sus vestigios, sus restos, nos miran desde su sitio presente, comparten el campo de nuestras miradas, pero en ese mismo acto de cohabitación precisamos un instrumento de acercamiento. He ahí la nota explicativa. Y sin embargo, la distancia persiste. La cosa del pasado está ahí, pero hasta que no logremos leerla, hasta que no logremos comprender el sentido de su estancia, su vecindad con mi estar-en-el-mundo, sigue siendo distancia. Sin embargo, y a pesar de que, por ejemplo, no logre apropiarme el pasado de los etruscos, su instalación en el museo es el testimonio que puedo habitar porque lo puedo escuchar. El testimonio habita el mundo, es la inscripción que nos dice que compartimos en la memoria. Entonces, si bien en la distancia, los vestigios nos miran cuando los vemos, y las miradas se cruzan en un espacio que conformamos para habitarlo.

En este sentido, el ser-en-el-mundo es en verdad también, un ser-en-el-texto, pues el mundo no puede dejar de comprenderse como el despliegue de los posibles más propios del hombre, que pueden ser apropiados a través de la lectura apropiadora que hagamos de ellos. El mundo se lee, por tanto, el mundo se comprende. Pero leer el mundo, es buscar explicarlo, para comprenderlo mejor, pero también, para comprenderme como ser que entra al mundo, en cuanto lo reactivo, en cuanto me concierne.

El mundo es ser-texto, pues no se puede comprender solamente como el espacio físico donde habitamos, sino también como el espacio histórico que constituimos y que nos constituye, así como los espacios posibles que pudieran activarse para ser habitables. El espacio habitable que es el mundo, es un espacio indeterminado que no se deja de abrir a nuestra mirada, a nuestro anhelo por interpretarlo, para comprenderlo y comprendernos en él. En este sentido, el espacio habitable tensiona el tiempo, tensiona la experiencia que tenemos del tiempo, así como también tensiona la experiencia que tenemos del espacio construido.

Así entonces, el espacio histórico es un espacio en tensión entre la indeterminación del pasado y la proyección del futuro. En primer lugar, el pasado está siempre a nuestra consideración, lo cual significa que está siempre abierto a que lo abordemos de otro modo, pues si lo hecho hecho está, lo realizado nunca deja de liberar su carga moral, por tanto, no deja nunca de mantenernos en deuda con el pasado. De este modo, los acontecimientos fundadores de la experiencia personal o comunitaria[3] se topan con el esfuerzo por contarlos de otro modo y desde el punto de vista del otro. En segundo lugar, el futuro se distiende en nuestro horizonte de expectativa que nos permite proyectarnos hacia el mañana, y también señalarlo ostensivamente como un posible modo de habitar el mundo.

El espacio histórico es producto de esta tensión que nos revela la experiencia que tenemos del tiempo histórico. Por lo tanto, no puede ser sólo privado, sino también compartido. Y en este sentido, la posibilidad de abrirse espacio en la historia, o si se quiere, en el mundo histórico, es también la posibilidad de abrirse a los otros, en tres sentidos distintos: primero en cuanto somos capaces de hacernos contemporáneos de nuestros antepasados o predecesores (como dice Shütz, los Vorwelt), por medio de la representancia de su pasado, por lo tanto, posando nuestra mirada sobre la apertura de las acciones que ellos promovieron, que ellos prometieron; segundo, reconociendo en nuestro espacio de experiencia al otro, stricto sensu, mi contemporáneo (Mitwelt), pero también distinguiendo entre, por un lado, mis congéneres o asociados (Mitmenschen), es decir, aquellos que viven conmigo, y por otro lado, los meros contemporáneos (Nebenmenschen), los cuales viven a través mío. Por lo tanto, la relación entre contemporáneos y congéneres, es la que pudiéramos establecer entre el se, el uno heideggeriano, y el tú personalizado. En tercer lugar, nos reconocemos en el otro a través de la relación que establecemos con nuestros sucesores (Folgewelt).

Ahora bien, entre los antepasados, los contemporáneos, congéneres, y los sucesores, se abre un espacio de experiencia que nos permite relacionarnos activa y dinámicamente con los diversos mundos habitables, tanto del pasado, como del presente y del futuro, esto si entendemos que todo espacio es espacio construido, y por tanto proyectado. Así entonces, los antepasados dejaron rastros, huellas, obras inconclusas, conceptos por ser determinados, etc. Nuestros contemporáneos también inscriben sus letras en la historia, y por lo tanto adelantan el futuro, por medio del horizonte de expectativas que se distiende así como vuelan las hojas por los aires.

El espacio construido da que pensar, en tanto podemos entenderlo como el espacio de intertextualidad donde se inscriben diversos relatos que despliegan delante de sí mundos posibles que al ser leídos pueden ser re-activados. El espacio construido también soporta relatos, que son las obras arquitectónicas humanas, las que aroman el mundo con lo humano que hay en ellas. Pues bien, en este espacio abierto cohabitan los diversos tiempos, así como habitan los antepasados, los contemporáneos y los sucesores: todos en un mismo espacio, pero con distintas significaciones.


II ENTRE MEMORIA Y OLVIDO: EL PERDÓN

Si el mundo es el espacio construido y el espacio histórico en el cual convivimos, en el cual se cruzan las miradas del pasado, del presente y del futuro, es válido que nos preguntemos cómo se conforma la memoria que nos avecinda en el mundo, que nos manifiesta como seres entrando-en-el-mundo, según la hermosa expresión de Sloterdijk.

Para clarificar el problema de la memoria, se avanzará en dos tiempos: primero tomaremos los análisis que realiza Ricoeur en La mémoire, l’histoire, l’oubli, sobre el avance del concepto de memoria en la historia del pensamiento; y posteriormente confrontaremos su pensamiento con el de Jankélévitch, principalmente, pero también consideraremos en parte a Jean-Lous Déotte, sobre todo en lo concerniente a la cuestión de la memoria y la responsabilidad.

El problema de la memoria lo podemos considerar bajo dos rúbricas distintas: la primera en relación al devenir histórico, tanto personal como colectivo; la segunda en cuanto cura o remedio, lo que significa vincularla con el problema del perdón. El primer enfoque se refiere a la función que cumple la memoria en el pensamiento histórico. El segundo enfoque relaciona a la memoria con el psicoanálisis, pero más bien con la capacidad que tiene el sí mismo para retomarse en el relato que cohesiona su vida.

En primer término debemos decir que Paul Ricoeur distingue entre memoria privada y memoria colectiva, aunque más bien se trata de una memoria compartida. Nos refiere, entonces, a dos tradiciones distintas: una de la mirada interior (Agustín, Locke y Husserl); la otra de la mirada exterior (Halbwash). La primera se refiere a la memoria en cuanto memoria personal, lo cual es señalado a través del sentimiento de mienneté (calidad de mío) que tiene cada uno de su memoria: se trata siempre de mis recuerdos, los que “no pueden ser transferidos de una memoria a otra”[4]. En segundo lugar la memoria testimonia la continuidad temporal de la persona, es decir, la mismidad o identidad-idem. Por último “la memoria contribuye al sentimiento de orientación en el paso del tiempo”, en relación con la experiencia del presente y del futuro.

La segunda tradición es representada por el sociólogo francés Maurice Halbawchs, para quien la memoria es colectiva en cuanto uno “no se recuerda solo, sino siempre con el auxilio de los recuerdos del otro”. Además, los relatos de los otros constituyen nuestros propios recuerdos. Por último, nuestros recuerdos están siempre “encuadrados en los relatos colectivos, ellos mismos reforzados por las conmemoraciones, celebraciones públicas de acontecimientos que dejan huellas, de los cuales ha dependido el curso de la historia de los grupos a los que pertenecemos”. En este sentido, para Halbwachs la memoria individual es un punto de vista de la memoria colectiva.

Sin embargo, ¿qué pasa con la memoria compartida cuando ésta se enfrente a aquello que no puede olvidar? ¿Cómo se relaciona esto con la sentencia de Antígona: “aquello de lo que no se puede hablar, no se puede callar”?, ¿cuál es la relación entre la memoria y el ¡se debe! anónimo que nos llama a no callar lo que no se puede decir? La memoria compartida, como dice Ricoeur, tiene una función, que podríamos decir es una función de cura, pero que para darse tiene ella misma el deber de relatarse y de descubrirse: pero ¿ante quién?, sobre todo si pensamos que aquello que nos conmina a no callar lo indecible es el tremendum horrendum, el horror que “es producido por acontecimientos que no se deben olvidar”[5], según expresión del profesor Eduardo Silva.

Es en este momento que recuperamos el texto de Jankélévitch, L’imprescriptible, para reflexionar sobre lo siguiente. Ante los horrores causados en la segunda guerra mundial ¿qué posibilidad hay de olvido?, ¿qué posibilidad hay de perdón? ¿Cómo enfrentar nuestra humanidad ante lo inhumano?, ¿cómo perdonar a aquellos que no han pedido perdón? El problema que está a la base de esto es cómo recuperar una memoria fracturada por la imposibilidad del olvido, a la vez que sabemos que para perdonar no se puede olvidar, a modo de suturación de esas heridas que se niegan a cicatrizar.

Nos enfrentamos a las cenizas que dejan los acontecimientos que han pretendido borrar toda huella, toda inscripción de lo humano. Por lo tanto, se trata de pensar cómo establecer un diálogo con aquel que no ha querido nunca dirigirse a sus víctimas. Entonces, la cuestión es cómo perdonar si se está en situación de diferendo, donde no hay posibilidad de al menos establecer un canal de comunicación.

Jean-Louis Deotte en Catástrofe y olvido señala, siguiendo a Jankélévitch, que “un crimen contra la humanidad, a diferencia de un crimen de guerra, es un crimen inmemorial”[6]. Significa esto que es un crimen que ha querido borrar toda huella, hacer desaparecer al otro de manera radical, pero que también ha acallado al otro, lo ha dejado sin habla, pues el recuerdo, ya no es recuerdo, sino que persiste como el acontecimiento devastador que fue. Se trata del olvido sin posibilidad de olvidar, se trata de un recuerdo que, según Déotte, “no ha podido ser inscrito, que está enfermo de inscripción”[7]. En este sentido, el recuerdo no ha sido inscrito efectivamente, se mantiene como una nebulosa que atormenta la memoria privada, y que silencia la memoria compartida. La memoria resulta pasiva, y en este caso, sufre los golpes continuos de un pasado que atormenta, y que sigue vivenciando con estupor. La experiencia que tenemos del tiempo se paraliza en un momento puntual, y el espacio histórico que habitamos se embrolla en la pura distancia. Este caso es tal vez el mayor quiebre que pueda tener el testimonio ontológico, pues ¿cómo atestiguarse cuando ya no hay ningún soporte, ningún vestigio en el cual pueda uno reconocerse y recobrarse? La historia, stricto sensu, ha perdido consistencia, pues se ha perdido la voluntad de querer contarla. No hay espacio de inscripción, lo que significa que la memoria privada se pierde en su propia herida.

¿Qué pasa con la historia de estos acontecimientos que sólo dejan cenizas?, ¿cómo reconstituirla? ¿Cómo olvidarla? Así también, cuando el testigo que pudiera reactivar la historia se enfrenta al pasado, ¿cómo pedirle que hable cuando en verdad no sólo se enfrenta al horror de los acontecimientos, sino que también a la voluntad de borrar toda la humanidad del ser humano? Al respecto Jankélévitch dice lo siguiente: “Pero ante todo, son, en el sentido propio de la palabra, crímenes contra la humanidad, es decir, crímenes contra la esencia de lo humano... Alemania no quiso destruir, propiamente hablando, creencias juzgadas erróneas, ni doctrinas consideradas como perniciosas: es el ser mismo del hombre, Esse, que el genocidio racista intentó aniquilar en la carne dolorosa de esos millones de mártires. Los crímenes racistas son un atentado contra el hombre en tanto que hombre... es la existencia misma que se les rechaza (a los judíos)”[8].

Por otra parte, surge el problema de si el testigo calla, porque no ha podido olvidar, pero también porque dicha memoria no ha podida ser inscrita, entonces, cómo hablar en nombre del otro. Sobre todo, si pensamos que el otro no ha podido reconstituir su historia por esa vehemencia significativa de un pasado que en sus cenizas mantiene un ardor que ha borrado todo horizonte de expectativa. Y esto, si consideramos, además, que no hay responsables, en el sentido etimológico, es decir no hay quien responda por, ni quien responda a. Y ante dicha soledad, el olvido se activa en la justicia, incluso cuando la humanidad aún no ha olvidado.

De algún modo, la memoria trabajada, es decir la memoria que tiene cierta dirección y que intenta recuperar la vehemencia del pasado, debe buscar respuestas junto a la ficción, pues ésta, según Ricoeur, le “da ojos al narrador horrorizado. Ojos para ver y para llorar”[9]. Así entonces, memoria y ficción recomponen la fractura que produce el tremendum horrendum.

La memoria debe repetirse en el dolor de recordar lo inolvidable para suturar las heridas que no dejan olvidar. Sólo por medio de la ficción la memoria alcanza fidelidad, veracidad, pues por ella el relato logra reconstruir aquello de lo cual no pudiendo decirse no se debe callar.

Pero si se recuerda lo inolvidable, que en este caso, es por esto mismo, imprescriptible, es de algún modo para responder efectivamente a las víctimas, para responder por ellas. Dar una explicación que se encuentra fuera del ámbito de lo humano, pero ante la cual no podemos declararnos infantes, es decir, sin palabra, in fans. Hay una deuda que conmina a no repetir en el dolor el pasado, pero que a la vez, nos llama a inscribir el pasado para olvidar sus traumatismos. En cuanto compartimos un mundo habitable, no podemos dejar de hacerle espacio al otro, lo que significa que no podemos dejar de responder a su llamado: contar su historia. El problema radica en cómo poder contar la historia de aquel que perdió todo lugar. ¿Acaso la ruina del otro nos conmina a tomar su lugar? El sufrimiento del otro detiene el tiempo, fija la época, pues hace un llamado a la responsabilidad. Y ese llamado sólo se comprende como un espacio que nos reúne a escuchar los relatos, y que tal vez, nos permitan comprender las razones de lo inolvidable. Los relatos nos permiten comprender al otro, pues para comprenderlo debemos apropiarnos el mundo que despliegan delante suyo, y esto significa barrer las distancias entre un mundo borrado por el horror, y mi propia experiencia de este espacio abierto. Pero leer los relatos significa reactivar los mundos posibles, y por lo tanto, compartirlos en el dolor de su recuerdo. En la medida en que esto es posible, sabemos también que la memoria se libera del dolor de no olvidar, pues realiza en parte el duelo inconcluso.

Agreguemos también que el pasado que no se dice ni se calla, demanda no sólo ser reconfigurado, para poder ser olvidado en sus heridas, a la vez que inscrito en la memoria compartida, sino que también exige que el testimonio dé paso a la posibilidad del perdón. Pensando que el perdón siempre es un don, y que por lo tanto, en cuanto regalo, es algo que puede ser negado. El perdón se pide, el perdón se da. Y como dice Ricoeur “entrar en el aire del perdón, es aceptar medirse a la posibilidad siempre abierta de lo imperdonable”[10]. El perdón es generosidad, pero sólo es posible si la responsabilidad por se ha sumido, y por lo tanto, si se responde por y si se responde a. Sin esto, no es posible salir del diferendo que se establece entre victimarios y víctimas. La memoria no puede curar las heridas de la historia, si no se ha sabido reconocer lo inhumano que tiene lo imprescriptible.

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[1] Michel TOURNIER, Viernes o los limbos del Pacífico, Alfaguara, Madrid, 1986, p. 137.

[2] Gilles DELEUZE, Lógica del sentido, Paidós, Barcelona, 1994, p. 311.

[3] Cf. Paul RICOEUR, “Mémoire, oublie, perdon”, en Alain AOUZIAUX, La religion, les maux, les vices, Presse de la Renaissance, París, 1998, p. 195.

[4] Paul RICOEUR, “Entre mémoire et histoire”, en Projet, nº 248, hiver 1996-1997, p. 8.

[5] Eduardo SILVA, Poética del relato y poética teológica, Anales de la Facultad de Teología, Pontificia Universidad Católica de Chile, vol. LI, cuaderno 1, Santiago de Chile, 2000, p. 180.

[6] Jean-Louis DÉOTTE, Catástrofe y olvido, Ed. Cuarto propio, Santiago de Chile, 1998, p. 241.

[7] Ibid.

[8] JANKÉLÉVITCH, L’imprescriptible, Seuil, París, 1986, p. 22.

[9] Citado por Eduardo. SILVA, en op. cit., p. 180.

[10] RICOEUR, “Memoire, oublie, perdon”, art. cit., p. 198.

Metáfora y Apertura

En Revista Lindaraja, nº5, verano de 2006
www.filosofiayliteratura.org/Lindaraja/revista.htm

Metáfora y apertura
Reflexiones sobre una metáfora de lo posible

Dr. (c) Patricio Mena Malet
Universidad Alberto Hurtado, Chile

Tò gàr eû metaférein tò tò hómoion theoreîn estin.
(Aristóteles, De Poetica, 1459 a 8)

The barge she sat in, like a burnish’d throne, burn’d on the water.
(Shakespeare, Antonio y Cleopatra)



Repitamos con insistencia: The barge she sat in, like a burnish’d throne / Burn’d on the water[1], o la barca en la cual ella se sentó es un trono pulido quemado en el agua. “Un trono pulido quemado en el agua” (la traducción es nuestra). Indudablemente, algo que no puede ser tomado con literalidad, o más bien, que debe ser considerado en tanto falsedad, puesto que no es posible la figura representada en aquellos versos. Mas, de todas formas, se insiste: “la barca... es un trono pulido quemado en el agua”. Un desafío, ciertamente, para la imaginación, un regocijo para el arte poético. Pero aún queda la inquietud: ¿qué se dice?, o aún mejor, ¿qué se dice entre líneas, o en los versos que parecen ser pura mentira o falsedad?, ¿qué dice, qué refiere? En todo caso, siempre el problema será la lectura de lo dicho y el acontecimiento de la palabra (parole) “medida por su intensidad y su extensión”[2]. La intensidad con que la palabra abre el espacio trazando líneas de sentido, construyendo el sentido por el que el sí mismo (Dasein, soi-même) introduce los efectos de ser-en-el-mundo. La palabra permite el despliegue del mundo construido en el mismo acto del ser-dicho, así entonces, no sólo hay referencia sino construcción referencial, espacio abierto o ficcionado en el que se da el paso o se da un paso para el devenir de lo dicho en la palabra. Y en cierta forma, dar la palabra es ante todo dar el mundo, permitir su caída (el caso) en el tejido de la lengua que abre ante la experiencia de lo otro: pura otredad señalando lo sin bordes, lo fuera de juego hasta rendirse en el despliegue de los posibles modos de ser, como si el velo descubriese el rostro y en él la expresión como acontecimiento de posibilidad insospechada.

Y he aquí que cae de nuevo el texto, ante una posibilidad que deja al descubierto lo insospechado, o aún mejor, lo improbable: una barca que es un trono pulido quemado en el agua. Y aunque queda fuera la posibilidad real, teniendo que declarar la mentira patente o engaño evidente señalado en la frase, no puede desconocerse un cierto sentido que la habita entre la aparente contradicción. Se trata de un sentido metafórico, por lo tanto de un cierto metaféro o de cierto mudar o enredar propio de la palabra. Como si la palabra se mudase de casa o se cambiase de ropa. En ambos casos, hay una retirada, un espacio dejado libre que puede volver a ser ocupado. En el evento de la palabra, su puro e intenso despliegue, queda una posibilidad liberada y por lo tanto, el posible paso que significa, que direcciona y orienta el sentido del mundo o del ser-en-el-mundo en el intento por seguir siendo (el famoso conatus de Spinoza), esfuerzo radical del sí mismo que sólo atesta o atestigua, sirve de testigo y da testimonio del tejido en el que él mismo se ha hilvanado al momento de decir y decirse. Mundo, entonces, es el ser referenciado en la multiplicidad de los acontecimientos de la palabra, en los trazos de sentidos tirados o lanzados en el mundo de la palabra que, al fin de cuentas, es también el mundo de la vida desplegado en un acto narrativo que busca alinear, ficcionalizar o darle intriga[3] a la consistencia construida en los múltiples relatos en que el sí mismo se busca, ya perdido, ya olvidado, tan desesperadamente inventado. Por ello no se puede desconocer que en la palabra habita la intención de una especie de Zusammenhang o complexión de la vida, tal como le gustaba decir a Dilthey. Una especie de esfuerzo por seguir siendo en y por los relatos que liberan la potencia del querer-decir, mas también del querer-ser. Pero entendiendo así las cosas, el querer-ser o el conatus se expresa en el modo narrativo de la construcción de un relato coherente sobre sí mismo. Una especie de fingimiento, si escuchamos a Varrón[4] diciendo fictor cum dicit fingo figuram imponit, donde fingo tiene el sentido de molde o moldear. El fingimiento sería el modo propio de dar espacio al ser-dicho para el llenado del vacío que deja. Un molde siempre está hueco, y por ende, siempre está dispuesto a ser llenado, a dar la forma.

La palabra se traslada, la palabra metafórica es el fingimiento propio que libera el resto de los sentidos en sus múltiples posibilidades indecisas, esperando el acontecimiento que la refiera a las cosas, más allá de las cosas. El uso metafórico de la palabra libera los sentidos difusos en contextos difusos. Es decir, el enunciado metafórico “no dice ni oculta, insinúa” (Heráclito). Dicho semainei es la esencia misma de la metáfora. No sólo significación[5] liberada en un contexto o por el contexto, sino también insinuación, esto es novedad. En definitiva, el enunciado metafórico da testimonio de la inserción del ser-nuevo que despliega la palabra en el mundo. La novedad es la invención mas, también, el cambio que atrae la atención. La metáfora inspira un cambio profundo en la visión de la realidad: se inserta, se abre espacio, da el paso al ser en la novedad en un ver-cómo que reconfigura el mundo[6]. No sólo el mundo se configura en la palabra dicha, sino que también se reconfigura en los múltiples sentidos señalados -o sugeridos- que imponen o exigen un ver-cómo que respete el ámbito de los posibles desplegados en el enunciado metafórico.

“Las cosas llegan a ser ‘verdaderamente reales’ sólo cuando son reapropiadas y asidas con toda la fuerza epistemológica implícita en el Begriff, la palabra alemana que significa concepto. Comprender es agarrar (begreifen) y no dejar ir lo que ya se ha cogido”[7]. Así dice Paul de Man, destacando el comprender como un acto que permite asir el sentido. En efecto, lo que está en juego es la comprensión del espacio abierto por el enunciado metafórico, o en palabras de Paul Ricoeur, por la metáfora viva, esto es, aquella metáfora de tensión que liga dos conceptos en una frase, aparentemente contradictorios, pero que en dicha relación tensionante, se libera un sentido nuevo, una especie de innovación semántica que irrumpe el curso del mundo[8], el darse de la palabra, escabulléndose entre los labios y oídos de quienes dicen y escuchan, entre lo dicho en un texto (una obra) y la lectura de éste, pero también deslizándose más allá de las semejanzas, trabajando el sentido en la tensión del contexto[9].

El enunciado metafórico en su estructura tensionante es productivo hasta lograr la “mejor inteligibilidad global de un diverso aparentemente discordante”[10], que por lo demás adquiere su sentido a través de un acto interpretativo. La interpretación o el hermeneuein como un modo de apropiación del sí mismo perdido en las obras, es el modo adecuado de mostrar lo real más allá de sus velos. De esta forma, la metáfora conecta al interpretante con los múltiples sentidos del ser verdadero que no se agota en una sola referencia a lo real. La realidad se descubre desde las metáforas vivas que otorgan un horizonte difuso, pero polisémico de comprensión. El señalamiento metafórico, a partir de un contexto desde el que se libera -la obra que contiene las metáforas- con su impertinencia semántica, aporta también a la comprensión de un mundo posible, un Welt. Al respecto no es posible olvidar que los enunciados metafóricos se dan siempre a partir de una comprensión global tensionada por una obra. Esto es, un enunciado metafórico remite intensamente al contexto en el que está dicho, sin el cual no podría afirmarse su sentido innovador que desplaza el sentido literal de la frase, por ejemplo, la citada al comienzo del presente ensayo. Teniendo en cuenta esto, se podrá entender que la innovación semántica que produce la irrupción de la metáfora, y que en cierta forma es signo de un quiebre aplastante sobre lo literal, también produce un efecto de sentido que libera el mundo de la obra, el mundo posible de la obra. Entonces, el enunciado metafórico descubre la estructura de aperturidad de la obra misma. Comprender las metáforas del texto, será entonces poder incursionar en los múltiples nuevos sentidos que liberan los posibles mundos de la palabra contorneada como obra. En adelante, Verstehen, comprender, será seguir la dinámica de la obra, adquirir la aptitud de poder seguir la intriga que configura los múltiples sentidos liberadores de mundo.

Al respecto, no puede entenderse una teoría de la metáfora que no tenga en cuenta una teoría del relato, puesto que el enunciado metafórico sólo adquiere sentido si el resto de la obra lo solicita, y si hay un lector al cual el enunciado, en su sentido literal, no le suene sino como falso o improbable. Por eso, se intentará a continuación una breve aproximación a la teoría del relato en Paul Ricoeur, en los puntos que hay conexión con la teoría de la metáfora, pensando sobre todo, que para éste, siguiendo a Monroe Beardsley, la metáfora puede ser entendida a modo de un poema en miniatura[11].

La poiesis[12] tiene un papel que cumplir en relación con la reconfiguración de la praxis humana[13], en cuanto que es su condición de posibilidad. Según Ricoeur, ésta es fuente de tres sentidos distintos: 1) en tanto fábula (puesta en intriga); 2) en cuanto discurso (decir), y por último; 3) en cuanto saber-hacer. La poiesis, en sus dos primeras acepciones se entiende como el mythos, pues éste designa primeramente la ficción narrativa, propia de la tragedia, en el sentido de que es una fábula, una obra de fantasía, que tiene como primer recurso la imaginación. Ésta permite la configuración de la praxis, ya que es un despliegue de todas las variaciones posibles en relación al actuar humano[14]. Pero el mythos también es “decir”, y por lo tanto la poiesis no puede ser entendida sino como la configuración de un discurso que tiende a hacer-uno lo diverso. Esta configuración, esta producción de inteligibilidad, de reunión de lo disperso, exige un saber-hacer, que es la competencia misma en torno a la configuración de lo acontecimental. Pero el saber-hacer no sólo se entiende como dominio, sino también como el lugar mismo de la imaginación. En este caso, se trataría del modo de realizar, de reefectuar la acción en sus posibles más propios, no para afirmar una mera copia, sino para hacer de esta imitación el espacio mismo de la vecindad con lo otro. La imaginación que compone, avecinda en la escritura el modo de ser de la acción efectiva y representada, en el sentido que son relacionadas productivamente, al punto que no pueden sino mantener esa vecindad sin negarse una a la otra. La mimesis praxeos en cuanto configuración provoca un efecto de sentido tal en los acontecimientos y acciones imitadas, que el producto final (la imitación misma) se revela como el despliegue de todas las posibles proyecciones de lo imitado. La mimesis entendida como configuración recrea el devenir, en el sentido que lo reactiva en su modo de ser más propio, siendo que el modo de ser de lo imitado y del producto de esta reactivación se avecindan en la indiferencia de sus diferencias, para ser plenamente del modo en que son. No se trata, entonces, de una realidad más efectiva que otra, sino de un diálogo incesante entre dos modos de ser absolutamente ligados por la imaginación. Por eso, en vez de entender a esta última como una representación débil de la realidad, más valdría decir, que es un despliegue único de los múltiples sentidos del devenir humano, y que no tiene su fuerza en lo visto, en la visión, sino en la escritura, en la inscripción de lo configurado una y otra vez, de múltiples modos. Así, si el binomio aristotélico de mythos-mimesis no se puede separar o entender en forma aislada cada uno de sus componentes, es por la sencilla razón que imitar es crear un hacer gracias a una inteligencia práctica[15], entendida como competencia previa para comprender la red de la acción y para integrar en una totalidad lo disperso.

Todo esto afirma el aporte de la imaginación en los relatos de ficción: otorgar novedad a la realidad que deviene. Se podría decir que la imaginación le regala a lo que aparece de un modo u otro, el ser como..., es decir, el ser como otro, o si se quiere, el presentarse de este y de este otro modo, en cuanto otro, y no sólo como apariencia de ser. La imaginación no se conforma con ser lo aparente de lo que aparece, más bien contribuye a hacer real eso que se presenta en la medida en que lo somete a las variaciones de sus posibles más propios. La eficacia del ser-sí mismo sería no en ser sólo sí mismo, sino en ser como otro, lo cual significa que los relatos de ficción permiten el reestablecimiento del sí, de lo real, de la realidad, en tanto cuyo reestablecimiento salva las diferencias que lo constituyen y lo quiebran. De este modo, la reactivación de la realidad es una forma de reorganización del mundo[16] que no deja nunca de constituirse. Las metáforas aportan un nuevo sentido a esta constitución de lo real.

El problema por plantearse es si la ficción queda atrapada o condenada a hacer siempre referencia al fenómeno de la realidad. Ricoeur, al respecto, es muy claro: la ficción narrativa procede a través de una suspensión, de una epojé del mundo ordinario, de la acción humana y de sus descripciones en el discurso ordinario. Aunque se diga que la ficción se refiere a la acción humana, tal cual lo hace la historia, sólo de esta última podemos decir que tiene pretensiones de verdad, en la medida en que se somete a las evidencias de lo acaecido, mientras que la ficción en su afán por recrear el mundo lo pone entre paréntesis y no desea remitirnos directamente a él, sino tan sólo a su reactivación, de acuerdo a estructuras simbólicas y a la gramática de base que aporte el configurar.

El problema de la epojé del mundo, la cuestión de esta puesta entre paréntesis por parte de la ficción, impele que fijemos nuestra mirada en el texto mismo, pues si el mundo efectivo es reducido, entonces sólo quedaría salvar el mundo posible que agrega más y más realidad al devenir humano. El texto siempre se puede entender como un sistema cerrado, que contiene sus propias reglas de composición, que maneja sus sentidos y significancias de acuerdo a su gramática y a todo lo que podemos llamar su estructura propia. Se debe entender por texto, en esta instancia del análisis, el discurso llevado a la escritura. Sólo así se comprenderá lo que viene: el mundo de la obra.

En la instancia del discurso oral cualquiera hay una referencia ostensiva a un mundo, el mundo común para los interlocutores. No existe, entonces, ninguna dificultad para designar el tejido del espacio y del tiempo en el cual se desenvuelven los sujetos; sin embargo, el texto escrito añade distancia, disminuye el carácter ostensivo de la referencia al mundo a la cual es capaz el discurso. Esta distancia es la abolición del aquí y ahora propios del devenir humano. Es esta abolición de la referencia de primer rango la que permite liberar una referencia de segundo rango: el ser-en-el-mundo que se despliega delante del texto. Este último actúa en cuanto proyección de los posibles más propios, es decir, en tanto proyección de un mundo, de un mundo habitable, en el cual el sí mismo puede proyectarse.

Toda distanciación no puede entenderse sin algún tipo de apropiación (Aneignung) o, como dice Gadamer aplicación (Anwendung) del texto a la situación presente del lector[17]. La apropiación lo es respecto de lo que Ricoeur llama el mundo de la obra. Esto significa que el sí mismo sólo se comprende a sí mismo delante de la obra, en cuanto ésta despliega, descubre y revela un mundo posible, es decir una proposición de existencia que responde a la proposición de mundo habitable. ¿Cómo hacer que el mundo de la obra se despliegue? Sólo en la medida en que hay un lector capaz de reconfigurarlo, y por ende de apropiárselo, a través de la comprensión de las diversas variaciones imaginativas que presenta la proyección de la obra. En este sentido, dice Ricoeur que: “La metamorfosis del mundo, según el juego, es también la metamorfosis lúdica del ego”[18]. La cosa del texto viene a configurar al sí, desde el momento en que éste se distancia de sí mismo para entrar en el juego de las variaciones, de los mundos posibles por habitar, de las experiencias sufribles que pueden agobiar o alegrar la vida del sujeto. Esta distanciación del sí mismo respecto de sí mismo se convierte entonces en la “condición de la comprensión”[19], y de ningún modo en un obstáculo.

Pero las metamorfosis del mundo también señalan lo siempre por decir del sí mismo, o la necesidad urgente de decir más, decir lo otro de nuevo o de otro modo. Sólo se puede entender el hecho de proyectar nuevos mundos, en cuanto el sí mismo toma la palabra para transformar el espacio de significaciones que cruza. Y en este sentido, la metáfora así como todo el lenguaje figurativo es forjadora de nuevos mundos en los que el sí mismo busca recobrarse y comprenderse. La metáfora es el hacer figurativo que permite aplicar la poiesis en la mimesis, y que no deja de abrir los espacios de significación para dicha aplicación: novedad, pura novedad... la barca en la cual ella se sentó es un trono pulido quemado en el agua.

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[1] Citado (en inglés) por Donald DAVIDSON en “¿Qué significan las metáforas?”, De la verdad y de la interpretación, Gedisa, Barcelona, 1995, p. 256.

[2] Stanislas BRETON, Être, Monde, Imaginaire, Seuil, París, 1976, p. 16.

[3] No puede perderse de vista la referencia al mythos aristotélico claramente desarrollado en la Poética en cuanto puesta en intriga o configuración de lo heterogéneo. Paul Ricoeur en Temps et Récit, -Seuil, París, 1983- usa la palabra intrigue que es la traducción de mythos. Ahora bien, nuestro filósofo hace un análisis de qué significa para Aristóteles mythos, y sobre tales reflexiones justifica su traducción de mythos por mise en intrigue. Pero el traductor de Temps et récit vierte mise en intrigue de Ricoeur como construcción de la trama, lo cual a nuestro entender es motivo de duda, pues nos priva de toda la riqueza semántica de nuestra palabra castellana intriga. En efecto, ésta última aporta algo que el concepto de trama no puede, a saber, la expectativa que sólo nos da esa cautela, esa maquinación secreta que es la intriga. Siempre hay algo por descubrir que se oculta, pero que a la vez nos llama a desvelarlo. Creemos que esto lo muestra maravillosamente Ortega, cuando en la primera de las Meditaciones del Quijote -Revista de Occidente, 1960-, nos revela el carácter de oculto del bosque, pero que sólo se manifiesta en cuanto tal, en la medida en que se deja ver a través de aquellos árboles que lo comienzan, pero que también lo ocultan. Obviamente Ortega no se refiere a la intriga, pero podríamos decir que ésta última sí se refiere al bosque en cuanto a su naturaleza. Ahora bien, se podría objetar que lo que gana la intriga en suspenso y expectativa, lo pierde en configuración. La trama en ese punto es un concepto más adecuado y pertinente, pero siempre que hablemos solamente de intriga y no de puesta en intriga. Mise en se puede verter al castellano, tal como lo hace Agustín Neira, como construcción de, y en ese sentido se asegura la calidad configurante del relato, ganando por otro lado, con la palabra intriga, tal vez la consecuencia más importante de su estructura serial: la expectativa.

[4] Citado por Erich AUERBACH en Figura, Trotta, Madrid, 1998, p. 45.

[5] Recordemos que semaíno se traduce generalmente por significar, señalar o apuntar.

[6] A partir de aquí, justamente del señalamiento o la sugerencia que conlleva la expresión metafórica, Paul RICOEUR justifica el paso de la metáfora retórica a la metáfora viva en el orden semántico, en su obra La métaphore vive, Seuil, París, 1975. A continuación, y relegando estos análisis al aparato crítico que representan las notas a pie de página, se presentarán las razones que fundamentan dicho paso. Desde la Poética de Aristóteles, la metáfora consiste en trasladar a una cosa un nombre que designa otra en una transición de género a especie, de especie a género, de especie a especie o según una analogía en sentido de proporción (Poética, 1457 b 6-9). En este sentido cabe señalar al menos dos aspectos: primero, que al ser la metáfora una figura retórica se sirve de la semejanza como motivo para la sustitución de una palabra literal desaparecida o ausente por una palabra figurativa. Por otra parte, la metáfora aristotélica se basa en una semántica del nombre. Al menos se pueden identificar seis grandes postulados que surgen a partir de la retórica de la metáfora: 1) la metáfora es una figura del discurso relacionada con la denominación; 2) Representa la amplitud o prolongación del sentido de un nombre por medio de la desviación del sentido literal de las palabras; 3) La semejanza sirve como motivo para dicha desviación; 4) La semejanza fundamenta la desviación del sentido literal por el figurativo de una palabra; 5) La sustitución figurativa no representa ninguna innovación semántica; 6) Por lo tanto, una metáfora no proporciona ninguna nueva información acerca de la realidad. En primer término, la metáfora no puede ser solamente un accidente de la denominación. Más bien, la metáfora atañe a la semántica de la oración más que a la semántica de la palabra, puesto que tiene un sentido en una expresión, siendo un fenómeno predicativo y no denominativo. Es el conjunto del texto que constituye el sentido metafórico y no el desplazamiento en la significación de las palabras. Es por ello que la metáfora en tensión señala la realidad y sus aspectos novedosos. El señalamiento o la ambigüedad semántica sólo puede darse al nivel de la frase y no de las palabras. Ya no se trata de una denominación desviante sino de una predicación no pertinente.

[7] Paul de MAN, “La epistemología de la metáfora”, en La ideología estética, Cátedra, Madrid, 1996, p. 67.

[8] A lo largo de todo el estudio consagrado a Aristóteles en La métaphore vive, Paul Ricoeur señala que la metáfora es el resultado de la tensión entre dos términos en una expresión metafórica, esto implica que la metáfora sólo atañe a las palabras si se produce primero en el nivel de una oración completa. Es así que dos términos adquieren cierta impertinencia semántica que sale a luz al momento de la interpretación metafórica que presupone una interpretación literal que se transforma o autodestruye en una contradicción significativa, precisando una extensión del significado y un giro a las palabras. La tensión se produce por un conflicto entre una interpretación metafórica y una interpretación literal del mismo enunciado. Dicho conflicto es dirimido por una torsión provocada por la interpretación metafórica dando origen a una contradicción significante o innovación semántica. Y no es otra que una impertinencia semántica la que crea el sentido. De este modo, la metáfora es una innovación semántica que no tiene lugar en el lenguaje establecido y que sólo existe en la atribución de predicados inusitados. Ésta es la metáfora viva o de invención, según Ricoeur. Sólo cuando ella ha sido aceptada por la comunidad lingüística, vale decir, se vuelve trivial, se confunde con la polisemia de las palabras. Cuando esto acontece, estamos en presencia de la metáfora muerta.

[9] Según la teoría de la metáfora en la filosofía de Paul Ricoeur, la semejanza cumple una función significativa en la reducción de la conmoción engendrada por dos ideas incompatibles en un enunciado metafórico. Por ejemplo, al hablar del tiempo como un pordiosero, en palabras de Shakespeare, la semejanza reuniría lo distante entre sí, el tiempo y el pordiosero. A pesar de la distancia lógica se percibe una proximidad inédita entre dos ideas. De este modo, la semejanza se entiende como una tensión entre la identidad y la diferencia en la operación predicativa desencadenada por la innovación semántica. Con relación a este concepto de semejanza, Ricoeur idea el concepto de metáfora en cuanto resolución de un enigma más que una simple atribución basada en la semejanza. La metáfora está constituida por la resolución de una disonancia semántica.

[10] Paul RICOEUR, “La metáfora y el problema central de la hermenéutica”, en Hermenéutica y acción, Docencia, Bs. Aires, 1985, 38.

[11] Paul RICOEUR, “La métaphore et la sémantique du discours”, &4 Critique littéraire et sémantique, La métaphore vive, ed. cit..

[12] Todo el análisis que desarrolla Ricoeur en torno a la poiesis se refiere a la Poética de Aristóteles.

[13] Con respecto a esto Aristóteles dice lo siguiente: “hóti tòn poietèn mâllon tôn mython eînai deî poietèn è tôn métron, hóso poietès katà tèn mímesín estin, mimeîtai dè tàs práxeis” -que el poeta debe ser artífice de fábulas más que de versos, ya que es poeta por la imitación, e imita las acciones-, De Poetica, 1451 b 27-29.

[14] Sobre este punto nos referiremos más adelante, pues Ricoeur extrae de ello hermosas consecuencias. Así, por ejemplo vincula la imaginación con el ser-proyectante.

[15] Cf. Paul RICOEUR, “La raison pratique”, Du texte à l’action. Essais d’herménéutique II, ed. cit.

[16] Paul RICOEUR, Relato: historia y ficción, Dosfilos, México, 1994, p. 93.

[17] Paul RICOEUR, “La fonction herméneutique de la distanciation”, Du texte à l’action. Essais d’herménéutique II, ed. cit., p. 129.

[18] Ídem, p. 131.

[19] Ibíd.

martes, agosto 29, 2006

Artículo Unidad, atestación y testimonio



En PERSONA Y SOCIEDAD / Universidad Alberto Hurtado
Vol. XX / Nº 1 / 2006 / 75-91

Unidad, atestación y testimonio en la obra de Paul Ricoeur
Dr. (c) Patricio Mena

RESUMEN
El presente ensayo tiene por finalidad reflexionar sobre el estatuto de
la atestación de la existencia del sí mismo en la obra filosófica de Paul
Ricoeur. La atestación como una modalidad de la creencia en... es producto
del esfuerzo por parte del sí mismo por ubicarse, por situarse en
el mundo y por habitarlo, siendo cruzado por su alteridad. En este sentido,
ser-en-el-mundo implica el encuentro fundamental del sí mismo
con aquello que lo altera. La atestación, entonces, hay que entenderla
como una promesa por la que el sujeto se confirma a sí mismo a partir
de lo otro. Para reforzar esta tesis ricoeuriana, proponemos un breve
examen de la filosofía de Peter Sloterdijk en su obra Extrañamiento del
mundo, la que nos permitirá profundizar en los alcances de la atestación
en una ontología de la evasión, que aún es, a nuestros ojos, reflejo del
esfuerzo y el deseo por existir del sujeto que adviene en la modalidad de
la alteridad.

PALABRAS CLAVE
Atestación ipseidad testimonio promesa unidad
ABSTRACT
This essay aims at thinking about the status of the Self ’s attestation of
existence in Paul Ricoeur’s philosophical work. Attestation, as a kind
of belief in… is the product of Self ’s effort to inhabit the world, which
is crossed by his alterity. In this way, the In-der-Welt-sein implies a
fundamental encounter of the Self with that which alters him. Attestation
should then be understood as the promise whereby the subject confirms
himself via the other. To support this thesis, I briefly examine Peter
Sloterdijk’s philosophy, particularly his Weltfremdheit, which will allow
me to go deeply into some of the topics about attestation

Artículo sobre la traducción


En Revista de Filosofía, Hermenéutica Intercultural, nº 14, 2005, pp. 261-276. ISSN: 0716-601-X, UCSH.

“DAR PASO AL ENCUENTRO
O LA TRADUCCIÓN DE LA DISTANCIA”

Dr. (c) Patricio MENA MALET
Artículo dedicado a Domenico Jervolino (Universidad de Nápoles II)

Resumen

El presente trabajo tiene por finalidad dar cuenta, por una parte, de la recepción de la obra de Emmanuel Lévinas por parte de Paul Ricoeur y, por otra parte, pensar el nuevo paradigma de la traducción, que Domenico Jervolino ha identificado en las últimas obras del autor de Soi-même comme un autre. La traducción parece ser otro testimonio del esfuerzo por parte del hombre actuante y sufriente por atestiguarse, por entender al otro y la imposibilidad de tematizarlo. La traducción se piensa qua encuentro en la distancia.

Palabras claves: Traducción, encuentro, distancia, comprensión, sí mismo como otro.

Artículo sobre el Perdón



EN PERSONA Y SOCIEDAD, VOL XIX No2 / 2005 · pp. 163 - 170 ·
UNIVERSIDAD ALBERTO HURTADO
LA EXPERIENCIA DEL PERDÓN O LA PROMESA DE LO ADVINIENTE
LA EXPERIENCIA DEL PERDÓN

Dr. (c) Patricio Mena Malet

RESUMEN
El siguiente ensayo intenta mostrar la problemática del perdón desde una poética de
la hospitalidad, que por definición es incondicianada e incondicional. Por una parte, se
intenta llevar al perdón hasta su límite o paradoja, lo imperdonable; por otra parte, se
intenta restablecer el perdón en cuanto iniciativa que restablece las relaciones humanas,
apelando a la no tematización del rostro, esto es, a su expresividad infinita. Mas, la paradoja
se mantiene, no se agota, tan sólo se vuelve productiva. Perdonar sigue siendo ante
todo un perdón difícil que nos enfrenta a lo irreversible, pero que, por lo mismo, su
venida es siempre una promesa que adviene inesperadamente, como todo acontecimiento
que aporta, al tiempo que trastoca, los sentidos posibles del mundo.
PALABRAS CLAVE
Perdón, poética, rostro, advenimiento, acontecimiento.